29.4.10

Política de nombres




por Horacio González

Durante muchos años, se les ha pedido a sucesivos directores de la Biblioteca Nacional, que procedan a cambiar el nombre de la Hemeroteca, denominada Gustavo Martínez Zuviría. En mi caso personal, recibí durante cinco años este reclamo por parte de numerosas organizaciones y personas. Se trataba de la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados –en dos oportunidades-, de importantes intelectuales de nuestro país y del exterior, y de instituciones vinculadas a la memoria del Holocausto. En todos los casos, hemos respondido con prudencia y llamando a una profunda reflexión sobre este caso.
El prolífico escritor Martínez Zuviría fue durante un cuarto de siglo Director de la Biblioteca Nacional, y durante todo ese período –desde su despacho en el primer piso de la calle México 564-, impartió vehementes opiniones militantes de carácter discriminatorio. Su antisemitismo de combate fue notorio y no se limitó a sus novelas. El investigador Boleslao Lewin fue impedido de entrar a la Sala del Tesoro para realizar sus investigaciones por su condición de judío, y en forma humillante se lo limitaba a la sala general. Un modesto progrom se realizaba así en las instalaciones bibliotecarias. Lewin fue autor de decisivos trabajos sobre Tupac Amaru y la independencia sudamericana, revisando los archivos de la Inquisición en el Perú. Este investigador polaco exilado en la Argentina, dedicó su vida a estudiar la emancipación de nuestros países desentrañando la veta inquisitorial que subyace en la profundidad de nuestras sociedades históricas y que nunca deja de llegar largamente hasta nosotros.
Martínez Zuviría, que escribía bajo el conocido pseudónimo de Hugo Wast, publicó novelas antisemitas, como Kahal y Oro, en las que cuenta una conspiración judía para apoderarse de Buenos Aires en 1950 con técnicas alquimísticas para fabricar oro y arruinar las finanzas capitalistas. Estos folletines, que en su momento contaron con numerosos lectores, tenían un ameno desarrollo basado enteramente en la superchería de los Protocolos de los Sabios de Sión, modelo esencial del relato conspirativo universal. A punto de ser traducida masivamente en la Alemania de los años 40, la novela es finalmente vetada por las editoriales nazis de la época pues tiene un final “medieval”. Una joven judía era redimida de sus pecados por el héroe cristiano. El nazismo, en su demasía absoluta, no coronaba sus propias pesadillas con este tipo de redenciones. Más comedido en sus afanes, podríamos decir que Hugo Wast pensaba en lo que Borges, con frase que tomamos de La muerte y la brújula, denominaba irónicamente un “progrom frugal”.
Martínez Zuviría-Wast pertenecía a los sectores más reaccionarios de la Iglesia argentina y había negado la participación eminente y esencial de Mariano Moreno en la fundación de la Biblioteca Nacional hace exactamente 200 años, entonces llamada Biblioteca Pública de Buenos Ayres. Ya en la época de su presencia en la Biblioteca, abundaron las polémicas sobre sus opiniones y decisiones. El poeta César Tiempo, secretario de la Sociedad de Escritores de aquel momento, escribió un gran folleto sobre el tema, sin duda patrocinado por Leopoldo Lugones, presidente y fundador de la Sade. Esta institución era lindera a la Biblioteca y Lugones conocía bien a Wast. El autor de Lunario sentimental podrá ser cuestionado por muchas de sus opiniones políticas, pero supo en su momento repudiar dignamente la folletería antisemita surgida de espíritus curialescos y atrabiliarios.
Otro gran escritor de la época –y de todas las épocas- Ezequiel Martínez Estrada, al observar el oscurantismo moral e intelectual al que estaba sometida la Biblioteca, en su magnífica obra La cabeza de Goliat (1940), escribió que todo parecía indicar que el busto de mármol de Mariano Moreno situado en la sala principal de lectura, estaba cabeza para abajo.
Llegó el momento de poner a Mariano Moreno sobre sus pies. Estamos en fecha propicia. El actual nombre de la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional será cambiado esta semana por el de Ezequiel Martínez Estrada, escritor universalista de la condición argentina, inventor de formas narrativas y ensayísticas emancipadas, autor de estudios decisivos sobre el Martín Fierro, la pampa y la ciudad, Kafka y Montaigne y la turbada historia nacional, también partidario de una teoría de la lectura –la lectura conmocionante y curadora- que se entrelaza con las más modernas perspectivas de la crítica literaria actual.
No tomamos exultantes esta decisión. Actuamos según la enseñanza spinoziana: No reír, no lamentar, no detestar, sino comprender. Así encaramos esta decisión necesaria y pendiente, reclamada por el parlamento y sectores plurales de la sociedad. Nosotros mismos la habíamos demorado por diversas consideraciones. No íbamos a responder al negacionismo con una ocultación de nombres y un desconocimiento de la ruda facticidad de lo histórico. Martínez Zuviría es parte de la historia de la Biblioteca Nacional –así lo atestiguan numerosos y no suprimibles indicios-, pero concluimos que no debe ser el nombre de una de sus salas principales.
En efecto, como bibliotecario, Martínez Zuviría fue un tipo de erudito que tiene notorios representantes en la historia de la cultura, que unió archivismo y conspiración, bibliofilia e inquisición. Reconocidamente, se le debe la publicación de documentos capitales de la historia colonial argentina –que ya habían sido recopilados por el empeñoso sacerdote Saturnino Segurola y el polígrafo Pedro de Ángelis-, y la compra de la colección Foulché-Delbosc, uno de los patrimonios más valiosos de la Biblioteca Nacional. Nada de esto será desconocido, ni ignorado, ni olvidado. Al contrario, todo está a la vista, apto para la meditación y el estudio. Pero fuera del signo vital de las conmemoraciones, que son lo que una comunidad crea y recrea en lo más profundo del espíritu colectivo. El máximo tótem del antisemitismo argentino, expuesto como señal conmemorativa, ofende finalmente a quienes buscan de todas las formas posibles los nuevos cimientos para reconstruir una democracia avanzada, igualitaria y no discriminativa en la Argentina. No la habrá sino recogemos los signos dispersos del pasado para una nueva meditación convocante, para un nuevo juicio que piense serenamente desde tantas y múltiples heridas.
Mucho deliberamos antes de tomar esta medida de justicia frente a la esquiva y difícil memoria nacional. Acudió repentinamente a nosotros la frase de Nietzsche en Zarathustra, dirigida a los comuneros de París en 1871: “no tiréis columnas, que volverán más seductoras a su lugar”. Pesaba también el hecho de ser justos con los nombres que invitan a reflexiones profundas sobre la existencia y la reparación de las vidas conculcadas, sin ser injustos con una complejísima institución nacional. Pero repentinamente, y al calor de estas épocas que invitan a construir nuevas columnas morales e intelectuales –con reconocibles dificultades a la vista-, como si resurgiera el espectro de Tupac Amaru desde las páginas de Boleslao Lewin, una voz de la historia susurró que había que reponer un hilo que uniera las partes rotas del memorial argentino y que sirviera también como un llamado reflexivo hacia nuestra vida cultural, hacia los lectores e investigadores y hacia los propios trabajadores de la Biblioteca Nacional.

28.4.10

Bergoglio: recordando con ira

Jorge Adur, sacerdote asuncionista desaparecido en 1980.











El rol del ahora cardenal Bergoglio en la desaparición de sacerdotes y el apoyo a la represión dictatorial es confirmado por cinco nuevos testimonios. Hablan un sacerdote y un ex sacerdote, una teóloga, un seglar de una fraternidad laica que denunció en el Vaticano lo que ocurría en la Argentina en 1976 y un laico que fue secuestrado junto con dos sacerdotes que no reaparecieron. La iracunda reacción de Bergoglio, quien atribuye al gobierno el escrutinio de sus actos.
Por Horacio Verbitsky

Marina Rubino (con su esposo, Pepe Godino). La teóloga escuchó de labios del obispo Raspanti que Bergoglio le impidió recibir en su diócesis de Morón a Yorio y Jalics. Días después los secuestraron.Cinco nuevos testimonios, ofrecidos en forma espontánea a raíz de la nota “Su pasado lo condena”, confirman el rol del ahora cardenal Jorge Bergoglio en la represión del gobierno militar sobre las filas de la Iglesia Católica que hoy preside, incluyendo la desaparición de sacerdotes. Quienes hablan son una teóloga que durante décadas enseñó catequesis en colegios del obispado de Morón, el ex superior de una Fraternidad sacerdotal que fue diezmada por las desapariciones forzadas, un seglar de la misma Fraternidad que denunció los casos al Vaticano, un sacerdote y un laico que fueron secuestrados y torturados.

Teóloga con minifalda
Dos meses después del golpe militar de 1976 el obispo de Morón, Miguel Raspanti, intentó proteger a los sacerdotes Orlando Yorio y Francisco Jalics porque temía que fueran secuestrados, pero Bergoglio se opuso. Así lo indica la ex profesora de catequesis en colegios de la diócesis de Morón, Marina Rubino, quien en esa época estudiaba teología en el Colegio Máximo de San Miguel, donde vivía Bergoglio. Por esa circunstancia conocía a ambos. Además había sido alumna de Yorio y Jalics y sabía del riesgo que corrían. Marina decidió dar su testimonio luego de leer la nota sobre el libro de descargo de Bergoglio.

Marina Rubino vive en Morón desde siempre. En el Colegio del Sagrado Corazón de Castelar daba catequesis a los chicos y formaba a los padres, que le parecía lo más importante. “Una vez por mes nos reuníamos con ellos. Era un trabajo hermoso. Esta experiencia duró quince años”. También dio cursos de iniciación bíblica “en todos los lugares no turísticos de la Argentina. Teníamos una publicación, con comentarios a los textos de los domingos, queríamos que las comunidades tuvieran elementos para pensar”. Desde que se jubiló da clases de telar, en centros culturales, sociedades de fomento o casas.

No quiso ingresar al seminario de Villa Devoto porque no le interesaba la formación tomista, sino la Biblia. En 1972 comenzó a estudiar Teología en la Universidad del Salvador. La carrera se cursaba en el Colegio Máximo de San Miguel. En primer año tuvo como profesor a Francisco Jalics y en segundo a Orlando Yorio. Mientras estudiaba, coordinaba la catequesis en el colegio Sagrado Corazón de Castelar, donde también estaba la religiosa francesa Léonie Duquet. “Eran tiempos difíciles. Por hacer en el colegio una opción por los pobres tomándonos en serio el Concilio Vaticano II y la reunión del CELAM en Medellín perdimos la mitad del alumnado. Pero mantuvimos esa opción y seguimos formando personas más abiertas a la realidad y al compromiso con los más necesitados sosteniendo que la fe tiene que fortalecer estas actitudes y no las contrarias.” El obispo era Miguel Raspanti, quien entonces tenía 68 años y había sido ordenado en 1957, en los últimos años del reinado de Pío XII. Era un hombre bien intencionado que hizo todos los esfuerzos por adaptarse a los cambios del Concilio, en el que participó. Después del cordobazo de 1969 repudió las estructuras injustas del capitalismo e instó al compromiso con “la liberación de nuestros hermanos necesitados”. Pero el problema más grave que pudo identificar en Morón fue el aumento de los impuestos al pequeño comerciante y el propietario de la clase media. “Muchas veces hubo que discutir y sostener estas opciones en el obispado y monseñor Raspanti solía terminar las entrevistas diciéndonos que si creíamos que había que hacer tal o cual cosa, si estábamos convencidos, él nos apoyaba”, recuerda Marina. Sus palabras son seguidas con atención por su esposo, Pepe Godino, un ex cura de Santa María, Córdoba, que integró el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo.

Marina cursaba teología en San Miguel de 8.30 a 12.30. No le habían dado la beca porque era mujer, pero como era la coordinadora de catequesis en un colegio del obispado, Raspanti intercedió y obtuvo que una entidad alemana se hiciera cargo del costo de sus estudios. Tampoco le quisieron dar el título cuando se recibió, en 1977. El director del teologado, José Luis Lazzarini, le dijo que había un problema, que no se habían dado cuenta de que era mujer. Marina partió en busca de quien la había recibido al ingresar, el jesuita Víctor Marangoni:

–Cuando me viste por primera vez, ¿te diste cuenta o no de que era mujer?

–Sí, claro, ¿por qué? –respondió azorado el vicerrector ante esa tromba en minifalda.

–Porque Lazzarini no me quiere dar el título.

Marangoni se encargó de reparar ese absurdo. Marina tiene su título pero nunca se realizó la entrega oficial.

La desprotección
Un mediodía, al salir de sus cursos, “lo encuentro a monseñor Raspanti parado en el hall de entrada, solo. No sé por qué lo tenían allí esperando. Estaba muy silencioso, le pregunté si esperaba a alguien y me dijo que sí, que al padre provincial Bergoglio. Tenía el rostro demudado, pálido, creí que estaba descompuesto. Lo saludé, le pregunté si se sentía bien, y lo invité a pasar a un saloncito de los que había junto al hall”.

–No, no me siento mal, pero estoy muy preocupado –le respondió Raspanti.

Marina dice que tiene una memoria fotográfica de aquel día. Habla con voz calma pero se advierte el apasionamiento en sus ojos grandes y expresivos. Pepe la mira con ternura.

“Me impresionó verlo solo a Raspanti, que siempre iba con su secretario”, dice. Marina sabía que sus profesores Jalics y Yorio y un tercer jesuita que trabajaba con ella en el colegio de Castelar, Luis Dourron, habían pedido pasar a la diócesis de Morón. Yorio, Jalics, Dourron y Enrique Rastellini, que también era jesuita, vivían en comunidad desde 1970, primero en Ituzaingó y luego en el Barrio Rivadavia, junto a la Gran Villa del Bajo Flores, con conocimiento y aprobación de los sucesivos provinciales de la Compañía de Jesús, Ricardo Dick O’Farrell y Bergoglio. “Le dije que Orlando y Francisco habían sido profesores míos y que Luis trabajaba con nosotros en la diócesis, que eran intachables, que no dudara en recibirlos. Todos estábamos pendientes de que pudieran venir a Morón. Ninguno de los que conocíamos la situación nos oponíamos. Raspanti me dijo que de eso venía a hablar con Bergoglio. A Luis ya lo había recibido, pero necesitaba una carta en la que Bergoglio autorizara el pase de Yorio y Jalics.”

Marina entendió que era una simple formalidad, pero Raspanti le aclaró que la situación era más complicada. “Con las malas referencias que Bergoglio le había mandado él no podía recibirlos en la diócesis. Estaba muy angustiado porque en ese momento Orlando y Francisco no dependían de ninguna autoridad eclesiástica y, me dijo:

–No puedo dejar a dos sacerdotes en esa situación ni puedo recibirlos con el informe que me mandó. Vengo a pedirle que simplemente los autorice y que retire ese informe que decía cosas muy graves.

Cualquiera que ayudara a pensar era guerrillero, comenta Marina. Acompañó a su obispo hasta que Bergoglio lo recibió y luego se fue. Al salir vio que tampoco estaba en el estacionamiento el auto de Raspanti. “Debe haber venido en colectivo, para que nadie lo siguiera. Quería que la cosa quedara entre ellos dos. Estaba haciendo lo imposible por darles resguardo.”

La teóloga agrega que le impresionó la angustia de Raspanti, “que si bien no podía ser calificado de obispo progresista, siempre nos defendió, defendió a los curas cuestionados de la diócesis, se llevaba a dormir a la casa episcopal a los que corrían más riesgo y nunca nos prohibió hacer o decir algo que consideráramos fruto de nuestro compromiso cristiano. Como buen salesiano se portaba como una gallina clueca con sus curas y sus laicos, cobijaba, cuidaba aunque no estuviera de acuerdo. Eran puntos de vista distintos, pero él sabía escuchar y aceptaba muchas cosas”. Uno de esos curas es Luis Piguillem, quien había sido amenazado. Regresaba en bicicleta cuando se topó con un cordón policial que impedía el paso. Insistió en que quería pasar, porque su casa estaba en el barrio y un policía le dijo:

–Vas a tener que esperar porque estamos haciendo un operativo en la casa del cura.

Piguillem dio vuelta con su bicicleta y se alejó sin mirar hacia atrás. De allí fue al obispado de Morón, donde Raspanti le dio refugio. Los militares dijeron que se había escondido bajo las polleras del obispo. Pero no se atrevieron a buscarlo allí.

–¿Raspanti era consciente del riesgo que corrían Yorio y Jalics?

–Sí. Dijo que tenía miedo de que desaparecieran. No pueden quedar dos sacerdotes en el aire, sin un responsable jerárquico. Pocos días después supimos que se los habían llevado.

De Córdoba a Cleveland
Otro testimonio recogido a raíz de la publicación del domingo es el del sacerdote Alejandro Dausa, quien el martes 3 de agosto de 1976 fue secuestrado en Córdoba, cuando era seminarista de la Orden de los Misioneros de Nuestra Señora de La Salette. Luego de seis meses en los que fue torturado por la policía cordobesa en el Departamento de Inteligencia D2 pudo viajar a Estados Unidos, adonde ya había llegado el responsable del seminario, el sa-

cerdote estadounidense James Weeks, por quien se interesó el gobierno de su país. Este año se realizará en Córdoba el juicio por aquel episodio, cuyo principal responsable es el general Luciano Menéndez. Ahora Dausa vive en Bolivia y cuenta que tanto Yorio como Jalics le dijeron que Bergoglio los había entregado.

Al llegar a Estados Unidos supo por organismos de derechos humanos que Jalics se encontraba en Cleveland, en casa de una hermana. Dausa y los otros seminaristas, que estaban iniciando el noviciado, lo invitaron a dirigir dos retiros espirituales. Ambos se realizaron en 1977, uno en Altamont (estado de Nueva York) y otro en Ipswich (Massachusetts). Recuerda Dausa: “Como es natural, conversamos sobre los secuestros respectivos, detalles, características, antecedentes, señales previas, personas involucradas, etc. En esas conversaciones nos indicó que los había entregado o denunciado Bergoglio”.

En la década siguiente, Dausa trabajaba como cura en Bolivia y participaba de los retiros anuales de La Salette en Argentina. En uno de ellos los organizadores invitaron a Orlando Yorio, que para esa época trabajaba en Quilmes. “El retiro fue en Carlos Paz, Córdoba, y también en ese caso conversamos sobre la experiencia del secuestro. Orlando indicó lo mismo que Jalics sobre la responsabilidad de Bergoglio.”

Los asuncionistas
Yorio y Jalics fueron secuestrados el 23 de mayo de 1976 y conducidos a la ESMA, donde los interrogó un especialista en asuntos eclesiásticos que conocía la obra teológica de Yorio. En uno de los interrogatorios le preguntó por los seminaristas asuncionistas Carlos Antonio Di Pietro y Raúl Eduardo Rodríguez. Ambos eran compañeros de Marina Rubino en el Teologado de San Miguel y desarrollaban trabajo social en el barrio popular La Manuelita, de San Miguel, donde vivían y atendían la capilla Jesús Obrero. De allí fueron secuestrados diez días después que los dos jesuitas, el 4 de junio de 1976, y llevados a la misma casa operativa que Yorio y Jalics. A media mañana Di Pietro llamó por teléfono al superior asuncionista Roberto Favre y le preguntó por el sacerdote Jorge Adur, que vivía con ellos en La Manuelita.

–Recibimos un telegrama para él y se lo tenemos que entregar –dijo.

De ese modo, consiguió que la Orden se pusiera en movimiento. El superior Roberto Favre presentó un recurso de hábeas corpus, que no obtuvo respuesta. Adur logró salir del país, con ayuda del nuncio Pio Laghi, y se exilió en Francia. Volvió en forma clandestina en 1980, convertido en capellán del autodenominado “Ejército Montonero” y fue detenido-desaparecido en el trayecto a Brasil, donde procuraba entrevistarse con el papa Juan Pablo II. El mismo camino del exilio siguió uno de los detenidos en la razzia del barrio La Manuelita, el entonces estudiante de medicina y hoy médico Lorenzo Riquelme. Cuando recuperó su libertad la Fraternidad de los Hermanitos del Evangelio le dio hospitalidad en su casa porteña de la calle Malabia. En comunicaciones desde Francia con quien era entonces el superior de los Hermanitos del Evangelio, Patrick Rice, Riquelme dijo que quien lo denunció fue un jesuita del Colegio de San Miguel, quien era a la vez capellán del Ejército. Está convencido de que ese sacerdote presenció las torturas que le aplicaron, cree que en Campo de Mayo.

El ablande
También como consecuencia de la nota del domingo aceptó narrar su conocimiento del caso un fundador de la Fraternidad seglar de los Hermanitos del Evangelio Charles de Foucauld, Roberto Scordato. Entre fines de octubre y principios de noviembre de 1976, Scordato se reunió en Roma con el cardenal Eduardo Pironio, quien era prefecto de la Congregación vaticana para los religiosos, y le comunicó el nombre y apellido de un sacerdote de la comunidad jesuita de San Miguel que participaba en las sesiones de tortura en Campo de Mayo con el rol de “ablandar espiritualmente” a los detenidos. Scordato le pidió que lo transmitiera al superior general Pedro Arrupe pero ignora el resultado de su gestión, si tuvo alguno. Consultado para esta nota Rice, quien también fue secuestrado y torturado ese año, dijo que eso no hubiera sido posible sin la aprobación del padre provincial. Rice y Scordato creen que ese jesuita se apellidaba González pero a 34 años de distancia no lo recuerdan con certeza.

Iracundia
Como cada vez que su pasado lo alcanza, Bergoglio atribuye la divulgación de sus actos al gobierno nacional. Esta semana reaccionó con furia, durante la homilía que pronunció en una misa para estudiantes. En lo que su vocero describió como “un mensaje al poder político”, dijo que “no tenemos derecho a cambiarle la identidad y la orientación a la Patria”, sino “proyectarla hacia el futuro en una utopía que sea continuidad con lo que nos fue dado”, que los chicos no tienen otro horizonte que comprar un papelito de merca en la esquina de la escuela y que los dirigentes procuran trepar, abultar la caja y promover a los amigos. Con este ánimo iracundo inaugurará mañana en San Miguel la primera asamblea plenaria del Episcopado de 2010.

Link a la nota:
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